Obituario.


Rubén Romero murió hoy a las dos de la mañana,

A las siete,

A las once,

Luego trató de dormir un poco entre las incómodas batuecas del purgatorio;

Volvió a morir en su sueño mientras trataba de alcanzar el fruto de un árbol plantado al revés.

En el desayuno murió atragantado con ciruelas, con uvas, con aves que huyen al norte, con sillas, con venados enormes.

Cuando intentó bañarse no notó el rinoceronte que le cayó encima destrozando el techo y desperdiciando un poco de agua.

Salió de su casa buscando algo, un zapato olvidado, alguna sombra huérfana, una ola.

De pronto y seguramente por razones azules y moradas la gravedad decidió ignorarlo, fue así que Rubén se hizo ligero como partícula de polvo, levitó y se halló entre nubes, chocó con aviones, con pianos, con estratos atmosféricos, murió en algún lugar entre la constelación de sagitario y virgo.

Cuando al fin entendió que estaba destinado a morir a las tres de la tarde, a las cinco, a las diez, a las once decidió dejar a su hermano una katana, a su primo cinco líneas paralelas, saliva a las lavandas, aliento al saxofón, descubrió su reloj pintado en una venganza infantil, desordenó los colores, quemó los hot wheels, recitó un pequeño discurso sobre la importancia de la higiene bucal a su librero; sin embargo mientras intentaba escribir su testamento la pluma se encajó en sus manos verdes, abriendo sus venas; después se encajó en su pecho en su cuello, en su espalda, en su lengua desangrándolo de plaquetas y de una tinta sepia que sólo producen para plumas sheaffer.

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